Me vienen a la memoria en estos instantes escenas de una pasada reencarnación mía en la edad media. Vivía en Austria, y de acuerdo con las costumbres de la época era miembro de una ilustre familia de rancia aristocracia.
En aquella edad mis gentes, mi estirpe, presumían demasiado de aquello de la sangre azul, los difíciles ascendientes y notables abolengos. Hasta pena me da confesarlo, pero, y eso es lo más grave, yo también estaba metido entre esa botella de prejuicios sociales. ¡Cosas de la época!
Un día cualquiera, no importa cual, una hermana mía se enamoró de un hombre muy pobre, y claro, esto fue el escándalo del siglo; las damas de la nobleza y sus necios caballeretes, pisaverdes, currutacos, lechuguinos y gomosos desollaron vivo al prójimo, hicieron escarnio de la infeliz.
Decían de ella que había manchado el honor de la familia, que había podido casarse mejor, etc. No tardó en quedar viuda la pobre y el resultado de su amor, es claro, un niño. ¿Si hubiera querido regresar al seno de la familia. Empero esto no fue posible, ella ya conocía demasiado la lengua viperina de las damas elegantes, sus fastidiosos contrapuntos, sus desaires y prefirió la vida independiente.
¿Que yo ayudé a la viuda?, sería absurdo negarlo. ¿Que me apiadé de mi sobrino?, eso fue verdad. Desafortunadamente, hay veces en que por no faltar uno a la piedad puede volverse despiadado. Ese fue mi caso. Compadecido del niño le interné en un colegio, sin importarme un comino los sentimientos de su madre, y hasta cometí el error de prohibir a la sufrida mujer visitar a su hijo; pensaba que así mi sobrino no recibiría perjuicios de ninguna especie y podría ser alguien más tarde, llegar a ser un gran señor, etc.
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